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CAMPANA SOBRE CHAMPAÑA

CAMPANA SOBRE CHAMPAÑA

Dicen que el sonido de la campana es eterno, que es el único instrumento

que puede producir el mismo sonido con el paso de los siglos.

M.E. Pérez Ayuso


Mientras Ángeles, Érika y Laura formaban un muro infranqueable para evitar que mis perros se zampasen a tía Matilde y, en el otro lado del salón, mi sobrina Aurora y su primo Pablo, bajo la maternal mirada de tía Alicia, abrían los regalos de reyes el día de Navidad, bañados en banda sonora de Campana sobre Campana cantada por mi primo José Antonio -y sobre campana una -, yo pensaba en Naná: aquella chiquilla de rizados cabellos que salía de la casa de enfrente a la mía cada mañana con la sonrisa haciendo amanecer al sol y los ojos brillantes, casi dando saltitos de alegría hacia el instituto. Yo me asomaba a la ventana para ver al niño en la cuna... digo... para verla y, por unos instantes, imaginar que me dejaba acompañarla llevando sus libros. Ya sabéis que yo, de pequeño, era muy caballeroso: cedía el asiento a los mayores, llevaba las bolsas de la compra a las abuelitas y esas cosas que, no sé por qué será, se me han ido olvidando con el tiempo; pues eso, que me gustaba pensar que me hacía el paseo hasta el insti supercontento por ir al lado de esa chica cargando sus libros y, claro, los míos. No sé por qué me vino a la mente Naná, supongo que por la nostalgia que otorgan fechas tan familiares, o por el empacho de chocolate y roscón, o, quizás, por ser la primera Navidad sin nuestro querido Jaime... no sé, el caso es que nunca me atreví a hablar con Naná, ni a acompañarla, ni he vuelto a verla, que yo sepa, desde que se fue a estudiar Filología Románica, como mis padres.

Unos años después, comenzada la carrera y recogido mi rebaño, volvía yo hacia mi portal de comprar en el Día un poco de requesón, manteca y vino y, en ésas, me choqué con una muchacha de rizados cabellos, ¡plaf!, ¡ups!, “perdón”, “no importa”... Al rato, Encarna, que así se llamaba, y yo estábamos tomando un café . Vestía traje de chaqueta y estaba muy nerviosa, y no sólo eran los nervios normales por estar tomando café conmigo, en plan “¡estoy tomando café con Cerrolaza!”, que, por descontado, eran totalmente comprensibles; sino que, además, la nueva que traía Encarna, mientras los ángeles tocaban, era que ése era su primer día de trabajo como abogada. ¡Ups!, “llegaré tarde”, y se marchó, ni siquiera me dejó su teléfono, ni su número, ni pagó los cafés, ni los pagué yo cuando salí pitando de allí.

En cinco minutos llegué a casa, un pisito de alquiler en el que teníamos una caja de cartón de una tele en el centro del salón a modo de mesa (esta información no influye en esta historia, pero es verídica, como todo lo que yo cuento, Sofía lo puede corroborar, excepto cuando hablo de mutaciones provocadas por saltamontes vampiros, por supuesto) y pude ver el final de una película, no recuerdo el nombre, donde salía mi amiga Mª Luisa como extra. Aunque sólo se la veía dos segundos entre una multitud, ella estaba muy contenta porque había podido cumplir su sueño de ser actriz y, una vez cumplido, volver a dedicarse a sus alumnos, sus clases y sus obras de teatro, que era realmente lo que más le gustaba de su vida en el convento donde Luisa hacía años que había decidido tapar su rizados cabellos con una toca.

“Y sobre campana dos”, mi primo Jose seguía cantando cuando Pablo le interrumpió: “tío José, ¿dónde están las dos campanas de las que hablas?”; y entre risas de los mayores y un poco de plastilina mágica que le habían regalado a Aurora, primo David, que es un padrazo, hizo un par de campanas para Pablo, aunque más bien parecían dos champiñones, pero bueno.

Luego, todos brindamos, aunque a los peques en lugar de champán, Ali y Cris les dieron una copa llena de leche. Y se fueron a dormir...

ANTES Y DESPUÉS

ANTES Y DESPUÉS

Quizás te resulte algo extraño, pero en el tejado

el sol no se pone y los gatos parecen cansados,

goteras de arena y carbón cuando llueve tu sueño

de aquellas nubes de algodón sobre un mar de diseño.

 

No sabe la gente que fuimos ladrones de bancos,

piratas con parche en el ojo, un cojo y un manco,

los cofres se esconden ahora aunque tenga el mapa

que lleva hasta tu corazón debajo de tu falda.

 

Será que no fue la desdicha, mas no fue el azar,

telones bajados antes de empezar,

los cuentos de nunca acabar...

Será que no fue mi destino, mas no sé que fue,

los barcos naufragan por dar un traspiés,

no pienses que soy descortés,

tú serás mi antes... mi después.

 

Quizás te resulte mi canto un cálido llanto,

un tanto callado y tranquilo, curado de espanto,

un manto que ha tapado cuanto nos han reprimido,

un santo que fue a los infiernos y se ha redimido.

 

Subiste aquellos escalones cambiando mi vida,

dejaste una huella en mis labios y mi alma vencida

no pudo tocar ningún verso que no fuese tuyo

y dudo que fuese una estafa, un timo, un chanchuyo.

 

Será que no fue la desdicha, mas no fue el azar,

ratones y gatos juegan a matar,

los cuentos de nunca acabar...

Será que no fue mi destino, mas no sé que fue,

los barcos se hunden puestos del revés,

- ¿me pone usted un güisqui escocés? -,

tú serás mi antes... mi después.

AHORA, QUE NO ESCRIBO

AHORA, QUE NO ESCRIBO

Ahora, que no escribo,

las letras se me comen,

bosteza mi teclado;

las noches son más largas,

eternos los desvelos;

 

Ahora, que no escribo,

publico a borbotones

escritos del pasado;

navego sin piratas

por mares sin veleros.

 

Ahora, que no escribo,

el sol sólo se pone,

el cielo está abombado,

la luna no es de plata;

las nubes son de cieno.

 

Ahora, que no escribo,

me voy, que tengo sueño.

¡Date un capricho!

¡Date un capricho!

Compra el libro que te falte o un pack navideño. Y sí, sí, ya sé que diréis algo así como: "¡pero si yo ya tengo uno!". Claro, ¿y te gustó? Pues aprovecha, compra un pack, te quedas el que te falte y el repetido se lo regalas a alguien especial en estos días (o en esos o en aquellos).

Fernández Argüelles, J.M., Varástegui, N. y López Cerrolaza, G. 2009. Relatos en Corto I para lectores inteligentes con prisa. Ediciones Irreverentes. Precio 10 €

López Cerrolaza, G. 2009. Claraboya. Madrid. Bubok. Precio: 10 €

López Cerrolaza, G. 2004. Hecho a Mano. Madrid. Letra Clara. Precio 10 €

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Relatos en Corto I + Claraboya. Precio 18 €

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Claraboya; en Bubok

Algunos personajes de Claraboya 4 - El Mago Mundo

Algunos personajes de Claraboya 4 - El Mago Mundo

Fue una lección magistral creada por un soñador de la vida, un amante de la Magia.

Jimul Abdallah Ibrahim

 

(...) había pasado quince años recorriendo distintos países junto a un mago que la recogió cuando estaba a punto de desistir. El mago se había convertido, con el paso del tiempo, en su verdadero padre, con él descubrió lo que era realmente la familia, una familia como la que sí habían tenido Clarita y Gato Cras, una persona para abrazar, a quien preocupar y no dejar dormir hasta volver a casa las noches de los fines de semana; alguien con quien celebrar las fechas importantes, aprender, imitar. Irene había aprendido muchísimo de Papá Plas, el Mago Mundo. Con diecisiete años Papá Plas la había convertido en su compañera, Irene, la Maga Tierra. Así, viajaron por toda Europa presentando su mágico espectáculo “La Magia de Tierra y Mundo”, triunfando allí donde actuaban, enamorando a niños y abuelos, sacando conejos naranjas del bolsillo de una chaqueta o haciendo llorar a las nubes para regar los jardines - éste fue, sin duda alguna, el truco de magia más aclamado de la época, hasta en el pueblo de Clara lo conocían de oídas todos los menores de cien años -, sin embargo, para Clara Boya, el mejor truco de todos fue poder abrazar a su amiga tanto tiempo después de las peleas con los hermanos Mer y de las escapadas al arroyo.

 

Irene Gym se había convertido en toda una mujer; su espigado cuerpo, el moreno de sus mejillas, sus manos delicadas y, por encima de todo, su mirada afilada de flecha, como si descubriese los deseos de quien la mirase, la convertían en una persona realmente atractiva. Clara tenía otro atractivo distinto, su melena pelirroja conjuntada con sus pecas y sus ojos verdes soñadores le hacían parecer sacada de un cuento. Aquella tarde, mientras paseaban juntas contándose sus días, todos se volvían a su paso. Más allá del espectáculo de Tierra y Mundo, podía divisarse una magia especial en esa pareja de amigas eternas. Se acordaron del fantasma de Ricardo Plum y sus gritos de tubería; hablaron de Daniel Bach y los primeros desengaños de Clarita; al llegar a la antigua casa de Irene, ésta sacó de su bolsillo un canto que había recogido al pasar por el arroyo y lo lanzó con todas sus fuerzas contra los odiosos recuerdos que su mente aún no había terminado de enterrar, la piedra, más que destrozar malos momentos pasados, lo que hizo fue romper una ventana, ¡a correr!, agarradas de la mano, riendo como en sus años de travesuras, entraron a casa de Clara y subieron hasta el desván, a saludar a la claraboya.

Algunos personajes de Claraboya 3

Algunos personajes de Claraboya 3

IRENE GYM

 

Estoy frente a la casa de Irene. Quedan

cinco minutos para las once. Abro mi

 bolso de cuero, saco el termo y la taza

metálica y lleno ésta con chai tea.

Rafael Sarmentero

 

Irene Gym era una niña morena, de mirada triste y boca recta, de esas bocas que casi nunca se tuercen en sonrisa. Ella y Clarita eran como hermanas, se pasaban las tardes de verano canturreando por los maizales, saltando a la comba o cazando saltamontes y mariposas, y buscando sin cesar un fantástico camaleón que jamás encontraron por esos lugares y que, quizás, Irene encontró en el nuevo pueblo al que se marchó a vivir en libertad. Irene Gym, a veces, parecía ese camaleón deseado, su piel mutaba de color carne y cogía un bonito color lila, pero más oscuro, y su mirada se apagaba más que el fondo de un baúl vacío. Rufo Gym, su padre, era demasiado cariñoso con sus hermanas mayores, y demasiado bruto como para parecerle cariñoso a Irene.

 

Una mañana de verano, amaneciendo, Irene fue hasta la puerta de la casa de Clarita, dejó encima de la alfombra un frasco lleno de pétalos y mariposas, en señal de amistad eterna y corrió, corrió sin parar hasta nadie sabe dónde. “Es posible que ahora esté junto a Ricardo Plum” - piensa de vez en cuando Clarita; “es posible que ahora viva libre y con una boca torcida en sonrisa y un camaleón por mascota”. “Sí, seguro que es feliz, los pétalos de su frasco aún están bonitos”.

 

Una claraboya es una ventana abierta en el techo, y también un sentimiento. A nuestra amiga pelirroja le produce tranquilidad, calma de mar dormido. Y la transporta junto a Irene.


CHURROS CON CHOCOLATE

CHURROS CON CHOCOLATE

Allí estaba yo: corre que te corre detrás del autobús que acababa de arrancar sin prestar la más mínima atención a mis aspavientos ni a mis gritos. Después de una larga carrera de unos cinco metros, me detuvé asfixiado apoyando las manos en las rodillas para poder sujetar mi cuerpo en pie. Aún así, mi mente no se centraba en el cansancio, sino en el cabreo por haber perdido el bus y la imposibilidad de llegar a tiempo a la reunión, porque me dirigía a una reunión, claro. Me acerqué al parque más cercano, bebí agua de una fuente y me dispuse a sentarme en un banco a descansar; entonces ocurrió: justo en el momento en que mis posaderas tocaban el asiento de madera, el banco empezó a absorberme (¡schiiiuuup!) para transportarme hasta otra dimensión; sin embargo, no caí en el vacío gritando ni agitando los brazos, como supuse nada más darme cuenta de lo que pasaba, sino que me quedé levitando entre el asiento del banco y el suelo viendo a la gente pasar, entre ellos, una madre con un niño que dio una patada a un balón que acertó en mis narices y un perro meón que levantó su pata debajo del banco, quizás para comprobar si mis zapatillas eran impermeables. Yo, claro, insulté al niño de la pelota incluyendo a su madre en dicho insulto e intenté arrear una patada al chucho, pero me fue imposible, pues mis palabras no se oían ni mis extremidades me respondían. Estaba atrapado en una burbuja de aire debajo de un banco del parque y parcía que nadie podía ayudarme.

 

Dos minutos más tarde, cuando creía que iba a morir de inanición y locura, se me acercó una hormiga y me dijo: “¡sgrup, sgrup!”, a lo que yo no respondí, pues no hablo Hormigo. El bicho pareció enfadarse ante mi silencio y repitió: “¡sgrup, sgrup!” y, como yo volví a callar, sacó una ballesta y me disparó a los ojos chasqueando además una patita para avisar a un grupo de hormigas pigmeas con cervatanas gigantes (gigantes para ellas, que eran diminutas, pues realmente eran mircocervatanas) que me pinchaban con sus dardos por todo el cuerpo. Yo decía “¡ay, ay, ay!” y cosas así, pero nadie me oía. Por suerte, un paseante aplastó a la horda de hormigas pigmeas con su zapato y, supongo que porque era un paseante, siguió paseando.

 

No sé el tiempo que pasé en la dimensión de “debajolbanco” (que fue el nombre que me dio por ponerle a la nueva dimensión en un alarde de originalidad), pero vi pasar varios autobuses que podrían haberme llevado a la reunión. Y, de pronto, sin más, caí al suelo. No me hice mucho daño, pues fue una caída de unos diez centrímetros. Salí de debajo del banco, me limpié el polvo, di una patada al primer perro que vi e insulté a un par de madres que andaban por allí y me volví hacia casa. Yo pensaba que había vuelto a mi vida normal, al mundo que conocía, por eso me extrañó mucho ver varias personas con orejas de elefante volvando como Dumbo y varios elefantes con patas de conejo intentando saltar por las calles, aún así no le di mucha importancia - ¡cosas más raras se han visto! - pensé -, yo no, pero seguro que hay personas que han visto cosas más raras. Y me fui a dormir.

 

Al día siguiente, subí las persianas y vi un cerdo volando, me asusté, pero luego reparé en que era un anuncio de la tele que tengo junto a la ventana (la tele, no el anuncio). “¡Uf!”, dije, y me fui a desayunar churros con chocolate.

Algunos personajes de Claraboya 2

Algunos personajes de Claraboya 2

DANIEL BACH

 

Quiero recordar

aquel amor primero.

Caricias inventadas,

besos indecisos.

Miguel Bueno

 

“Venga, Clarita, invítale a un helado”, animaba Irene Gym a nuestra amiga pelirroja. Pero no se atrevía, Irene le sacaba un año a Clarita y era más lanzada, además, ella ya había tenido citas con chicos. Al final Clarita le hizo caso y le compró un helado a Daniel Bach, el chico más guapo de clase, del pueblo, del mundo - pensaba Clarita. Tuvo la mala suerte de tropezar mientras se lo llevaba temblorosa, de tal modo que el cono salió volando hasta aterrizar estrepitosamente contra la cara del niño. Clarita, muerta de vergüenza se levantó y salió corriendo con unas gotas de sal líquida en sus mejillas coloradas. Daniel Bach se limpió y salió tras ella. “¿Por qué has hecho eso?”, dijo muy enfadado y Clarita no sabía qué decir; en ésas, apareció Irene Gym y le dijo: “pero si te había comprado ese helado a ti, parece mentira que no se lo agradezcas invitándole a pasear por el arroyo, ¿es que no te das cuenta de que está coladita por ti?”. Clarita no sabía dónde meterse. Daniel Bach se quedó a cuadros, recapacitó, miró la preciosa cara llena de pecas de Clarita y, tras un momento de suspense, se atrevió: “Me encantaría ir a pasear a tu lado por el arroyo”, y le tendió su mano. “¡Vamos, mona, coge su mano y marchaos!” - ordenó triunfante Irene. Y se marcharon.

 

¡Qué paseo! El bosque estaba más precioso que nunca, el aire olía a fresas y el viento era una caricia. Las horas corrían, volaban. Los dos niños iban callados, nerviosos por fuera y felices por dentro. Al final, se sentaron a orillas del arroyo. “En cuanto os sentéis en cualquier sitio, te arrimas a él y le besas. Ya verás, vas a hacer que se desmaye” - eran las palabras que hacía unas horas habían salido de la boca picaruela de Irene Gym hacia su amiga y que, ahora, no paraban de dar vueltas y más vueltas alrededor de Clarita. Daniel Bach no sabía qué hacer, miraba las aguas del arroyo y miraba los ojos de Clarita y le parecían uno sólo; miraba sus labios, finos, rojos... debían saber a cereza, pensaba. De repente, oyeron un crujir de ramas a su espalda, eran dos de los hermanos Mer. Toni y Juanmi Mer, que andaban por allí y se habían acercado a meterse con la parejita. “Mira, Juanmi, si es el bueno de Daniel Bach”, dijo Toni. “Sí, jejejé, jejejé”, respondió Juanmi, que lo único que sabía hacer era reírse, de hecho, nadie le había oído nunca otras palabras que no fueran jejejé jejejé. Daniel Bach se incorporó y les pidió: “dejadnos en paz, iros a jugar a la pídola o a las canicas”. Y Juanmi Mer respondió: “Jejejé, jejejé”, mientras le daba un buen empujón a Daniel. Parecía que querían guerra. Clarita se puso en pie con una piedra en la mano, dispuesta a defender a su novio, “mi novio”, pensó y esas palabras sonaron en su pecho mejor que las magdalenas de chocolate que hacía su madre. En eso, se escuchó el grito de Melchor Mer, el padre de los molestos hermanos: “¡Toniii, Juanmiii, a casa ahora mismo!”. Melchor Mer era un hombre mayor, aunque menos de lo que aparentaba; era muy descuidado en su aspecto, siempre iba sin afeitar y con la camisa por fuera y llena de manchas. Se había quedado viudo cuando nació el cuarto hijo, desde entonces había hecho lo que había podido, cuidar solo de cuatro zagales y trabajar al mismo tiempo era más complicado de lo que a primera vista puede parecer. Y no lo había hecho nada mal, aunque sus hijos no le salieron todo lo educados que él esperaba. Aún así le hacían siempre caso y eso es lo que salvó esta vez a Clarita y a Daniel Bach de una posible pelea y un más que posible baño a deshora en el arroyo. Los hermanos Mer dieron media vuelta y corrieron a encontrarse con su padre.

 

Clarita y Daniel Bach quedaron solos y volvieron a sentarse. Daniel respiró tranquilo y Clarita soltó la piedra sin que él la viese. Entonces ocurrió, Clarita acercó su cara al rostro del muchacho, que aún pensaba en Toni y en Juanmi, y le besó. Sus labios se juntaron durante un buen rato. ¡Qué sabor!, ¡qué tacto!, ¡qué gusto!, pensaba Clarita sin atreverse a abrir sus ojos para que no se escapase el mágico momento de su primer beso.

 

Horas más tarde, ya anocheciendo, Clarita llegaba a casa y se colaba por la ventana para que sus padres no la interrogasen sobre dónde había estado hasta tan tarde ni qué había hecho. Subió al desván, junto a su querida claraboya sin saber que allí estaba su amiga. Irene Gym la esperaba ansiosa en su cuarto, escondida. ¡Zas! De un brincó que dejó pálida del susto a Clarita, se abrazo a su amiga. “¡Jajajajajá!, ¿cómo ha ido todo?, ¿le has besado?, ¿te ha gustado?, ¿a que es mejor un beso que unas natillas?”, Irene no dejaba un segundo de respiro a Clarita para que respondiese al bombardeo de preguntas. Clarita únicamente asentía con la mirada, hasta que Irene paró de preguntar y se sentó bajo la claraboya dispuesta a escuchar a su amiga.

 

Esa noche no durmieron, la pasaron hablando de chicos, de besos, de amores de adolescente que sueñan que saben que vuelan y que sienten cosquilleos al suspirar por los chicos. La claraboya las observaba callada, sonriendo al ver el brillo de los iris de las muchachas, el pelo moreno y lacio de Irene y el rojo y ondulado cabello de Clarita, mientras ellas entraban juntas de la mano a vivir su incipiente juventud.

 

Algunos pedazos de Claraboya 5

Algunos pedazos de Claraboya 5

Arranco palabras

al silencio.

Ahora ya puedo escribir de nuevo,

nada lo impide; me quedé vacía.

Mª José Sierra

 

“La semana que viene leeré una novela mejor, una que me enganche hasta los tuétanos” - piensa Clara mientras se lava los dientes, que ya es hora de dormir. Luego se viste el camisón y acaricia su estirada almohada, qué suave, qué sola.

 

La almohada de Clara es cómplice de la claraboya y por la mañana, cuando Clara sale a trabajar, le cuenta los sueños nuevos, las dudas, los deseos pensados horizontales. La claraboya escucha sus leyendas con los ojos del que se sabe la lección de memoria antes de estudiar, porque ella conoce a Clara desde que era Clarita, esa niña sonriente y traviesa que se escapaba por la ventana para descubrir tesoros y recoger pétalos en tarros de cristal.

Claraboya. Ya a la venta

Claraboya. Ya a la venta

¡Al fin está publicado Claraboya!

Podéis comprarlo por internet en Bubok.

Y también podéis enviarme un email a gcerrolaza@hotmail.com

El precio son 9,99 €.

Además, próximamente a la venta: 

Relatos en corto para lectores con prisa, de José Manuel Fernández Argüelles, Nelson Verástegui y Gonzalo López Cerrolaza.

Algunos personajes de Claraboya 1

Algunos personajes de Claraboya 1

RICARDO PLUM

-          ¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay...

¡Tengo miedo, Mariposa!

Isabel Allende

Clarita odia el ruido de las tuberías de su casa. Cada vez que utiliza la cadena o abre el grifo del baño, las tuberías comienzan su canto, su griterío, a través de las paredes de madera de la casa. Clarita cierra el grifo y sube al desván corriendo, allí se oyen menos los gritos. Ella sabe que nunca debieron mudarse a la calle Corges: allí vivía el fantasma de Ricardo Plum, el niño que iba a su clase en Segundo de Primaria, con siete años, y desapareció sin dejar huella. Se ahogó en el arroyo, seguro. Todos los niños lo decían. Ahora su fantasma vagaba por la casa gritando y pidiendo a sus padres que no se fuesen de allí, que no se mudasen a ningún pueblo cercano con la intención de olvidarlo, de no echarlo tanto de menos.

 

Ricardo Plum era un chaval soso, le faltaba ese punto de sal que hace a los niños traviesos y le faltaba esa mirada clara  de monaguillo que obliga a las madres a decir “¡qué niño más guapo y más bueno!”. La madre de Ricardo, claro, no lo veía así, para ella, igual que cualquier hijo para su madre, su hijo era el más bueno, el más guapo, el más dulce del pueblo y del mundo, y parte del extranjero. No obstante, Ricardo Plum tenía de dulce lo mismo que el queso azul. Tampoco es que fuese un chiquillo maleducado, ya digo que le faltaba ese punto de sal. Era soso, un chaval soso. El día que desapareció y las semanas siguientes fueron sus quince minutos de gloria, el tiempo en el que no pasó desapercibido para nadie, aunque tampoco es que nadie le viese el pelo, pues fue desaparecer una vez y no se le volvió a ver jamás. Se ahogó en el arroyo, seguro. Todos los niños lo decían.

 

El fantasma de Ricardo Plum, el que vivía en la casa de Clarita, al menos eso creía con todas sus fuerzas ella, era otra cosa. Más que soso era salado, quizás en demasía. Sus gritos eran molestos a veces, divertidos a veces. Resultaba muy gracioso escuchar a la madre de Clarita decir a través de sus ojos acaramelados que no quería oír ni una palabra más cuando estaba enfadada y que, de pronto, se escuchase el regurgitar de las tuberías. Le ponía de los nervios, se le hinchaba la vena del cuello y se daba la vuelta enfurruñada. Clarita no podía evitar soltar una risita sin malicia. Era el único momento en el que las tuberías, digo el fantasma de Ricardo Plum, no le daban miedo.

 

Algunos pedazos de Claraboya 4

Algunos pedazos de Claraboya 4

La claraboya es íntima de Gato Cras, el felino se acuesta bajo su aura y sueña mundos de queso, pescado y tarta de ratón.

Algunos pedazos de Claraboya 3

Algunos pedazos de Claraboya 3

“Venga, Clarita, invítale a un helado”, animaba Irene Gym a nuestra amiga pelirroja. Pero no se atrevía, Irene le sacaba un año a Clarita y era más lanzada, además, ella ya había tenido citas con chicos. Al final Clarita le hizo caso y le compró un helado a Daniel Bach, el chico más guapo de clase, del pueblo, del mundo - pensaba Clarita.

Algunos pedazos de Claraboya 2

Algunos pedazos de Claraboya 2

Siete mares en dos semanas, veinte barcos hundidos y saqueados. Un pirata colosal, un pirata sin alma que vender al diablo, ni falta que le hacía. El pirata Dum blandía su espada y cuatro cabezas caían rodando por el suelo. El pirata Dum era el terror y el demonio, la maldad hecha carne y huesos y pelos, el miedo y la risa de la muerte. Pasó años bebiendo ron junto a su cofre hasta que éste se convirtió en el cofre de un muerto. ¡Ron, ron, ron!, la botella de ron estaba vacía; el cofre estaba a rebosar. Muchos lo buscaron, alguien lo encontró y lo trajo a nuestro pueblo siglos atrás, nadie jamás lo ha desenterrado desde entonces... - contaba Juan Fix, el anciano más anciano del pueblo de Clarita, un viejo que nunca murió de viejo, pues habría tenido que morir hace años, pero murió al fin y al cabo. Juan Fix bebía de más en las noches de lluvia y era entonces cuando contaba esa historia sobre tesoros y piratas, sobre Dum, sus maldades y sus doblones de oro. Y claro, embelesaba a todos los niños del lugar. Algunos, incluso, pasaron meses buscando ese gran cofre de cuento. Clarita lo encontró.

Algunos pedazos de Claraboya 1

Clara Boya es una niña con cara de ángel y de malicia, con esa mirada que calienta, por su felicidad, y que te hace desconfiar, pues, al verla, piensas: “¿qué habrá hecho esta vez?”. Clarita, como la llaman todos menos su maestra, Doña Enriqueta, que la llama “Boya, Clara” cada vez que pasa la lista en clase, es pelirroja, tiene las mejillas llenas de pecas y un aparato en la boca para que sus dientes crezcan fuertes, sanos y rectos, le dicen los mayores. Ella sabe que el aparato se lo pusieron sus padres porque se enteraron de que dijo una palabrota. “Los mayores lo saben todo, y si no lo saben, se lo cuentan los niños chivatos” - divaga Clarita pensando en su molesto aparato para no decir palabrotas.

Un Ángel volando

Cuando el viento resopla en los rincones

de la celda del cuerpo ya cansado,

Angelito González, angelado,

se nos marcha volando en sus canciones.

 

Fue un tahúr con el as de corazones

escondido en la manga, agazapado;

otra vez fue y tomó el camino helado,

de nuevo nos ganó a pares o nones.

 

Con sus manos sembraba campos blancos

de sus trigos de versos de agua clara;

descansaba corriendo sin violencia,

 

paseaba sentándose en los bancos;

no podemos vivir en la algazara,

porque andamos muriendo por su ausencia.

CONSTRUYENDO PUZZLES

CONSTRUYENDO PUZZLES

Podemos ir nadando, que es gerundio,

hasta cruzar el mar de los recuerdos,

la orilla es este verso,

y en el alzheimer de la madrugada

podemos construir puzzles perpetuos.

 

Eterna es la molestia de las moscas

cantando en los rincones de mi oído,

eterno es su silbido,

y a la intemperie de un fugaz placer

podemos agarrar cualquier zumbido.

 

No sabe del común de los sentidos

aquel que no ha sentido la locura

postrado en la amargura,

y con los cuentos que nacen de noche

podemos endulzar nuestra cordura.

¿QUIERES BAILAR?

¿QUIERES BAILAR?

Parecía una gallina cacareando

allí, en el medio de la pista;

no todos me miraban, pero nadie se lo perdió.

 

Tú estabas tan bonita...

 

La corbata me ahorcaba el alma

y los zapatos me rozaban hasta hacerme herida.

El bebé recién bautizado lloraba y lloraba,

los familiares bebían y bebían.

 

Parecía una gallina cacareando

al aparecer un zorro

hasta el punto de que alguno creyó que la canción que sonaba

no era la correcta.

 

Al fin acabé el baile y comenzó a sonar una lenta,

de ésas en que hay que bailar agarrados;

todos los de tu mesa creyeron que había contado un chiste

cuando vencí al miedo y te pedí bailar.

 

Nunca entendí por qué el ritmo

se reparte desigual de unos pies a otros.

ESTRAFALARIO, ESTRAMBÓTICO Y RIDÍCULO

ESTRAFALARIO, ESTRAMBÓTICO Y RIDÍCULO

Quiero pompas de jabón que se exploten sin aguja

y quiero barrer mi casa con la escoba de una bruja;

quiero ser estrafalario, estrambótico y ridículo

y que esté certificado y se lea en mi currículo.

 

Tengo seis gatos sin uñas y catorce endecasílabos,

una dama que me calma cuando pierdo los estribos,

más de treinta años vividos sin tener que hacer esfuerzo,

tres comidas, doce cenas (y ya me comí el almuerzo);

Me compré una cafetera, pero me han cortado el agua,

en este asolado averno no sé dónde está la fragua.

Quiero haches como hachas en holvido y en hamor,

en hespecias y en el horo y en el heuro y en su holor;

quiero ser estrafalario, estrambótico y ridículo

y que esté certificado y se lea en mi currículo.

 

Aprendí que los sombreros hacen sombra a los poetas

al igual que los sostenes no me dejan ver tus tetas;

y tus tetas, tan inmensas, no me dejan ver tus ojos;

y tus ojos, tan eternos, me dejan los labios cojos.

Me enseñaron que los mapas eran trozos de papel,

mas no me hicieron un croquis para llevarte a un motel,

ni regalan coordenadas de tus puntos cardinales

en tiendas de contrabando de los barrios marginales;

te busqué en los calendarios, pero no encontré tu santo

y me fui desnudo todo para curarme de espanto;

quiero ser estrafalario, estrambótico y ridículo

y que esté certificado y se lea en mi currículo.

 

Dado todo lo que tengo, me quedé por fin sin nada

y robando lo que pude, me gané alguna patada;

recorrí contenedores sin buscar nada en concreto,

encontré una vida abstracta para mi fiel esqueleto.

Llevo un casco en la cabeza por los golpes del destino

y una sábana por capa de un azul ya blanquecino,

hago topless de corbata treinta y un días al mes

y nunca cedo mi asiento, pues detesto ser cortés.

Quiero ser raro, chocante, un poco desaliñado;

quiero ser un poco alegre y una pizca avinagrado;

quiero ser extravagante, vagabundo, desastroso,

otra pizca oso amoroso y un pelín afrancesado;

quiero ser estrafalario, estrambótico y ridículo

y que esté certificado y se lea en mi currículo.

BUSCANDO PISO

BUSCANDO PISO

Llevaba un cocodrilo en el bolsillo de la camisa, lo que era un problema a la hora de intentar sacar la cajetilla de tabaco para coger un cigarrillo; además, el bolígrafo bic había desaparecido entre las fauces del animal, con lo que Miguel no pudo apuntar el número de teléfono de aquel anuncio. ¡Maldita sea!, se dijo, aquel era el único anuncio de pisos donde ponía expresamente que se permitían mascotas. Tuvo que memorizar el número, no podía llamar allí mismo, dado que su móvil se encontraba en el bolsillo de la camisa, junto al cocodrilito.

 

Para cuando Miguel llegó a casa de sus padres y pudo hacer salir al reptil engañándole con una galleta, su memoria había cambiado el número de móvil, no al completo, sólo un siete, que ahora se había convertido en un setecientos cuarenta y ocho y, claro, cuando llamó preguntando por el anuncio, una voz femenina le dijo que ella no alquilaba ninguna habitación, pero que le encantaría conocer a su mascota y, quizás, podrían irse a vivir con ella, todo era hablarlo. Y así Miguel conoció al amor de su vida, Carlota. Carlota era una chiquilla pecosa y olvidadiza a la que, desde el primer momento, le cayeron bien Miguel y su cocodrilo y les dejó quedarse a vivir con ella en su pequeño piso. Allí vivieron los tres muy felices, sacándose fotos, paseando por el parque, asustando a los vecinos... hasta un día en que Carlota había salido a comprar avecrem para un guiso de carne y no regresó, porque se le había olvidado la dirección de su casa. Miguel lloró mucho, unos cinco o seis minutos y después se comió el guiso, un tanto soso sin el avecrem, y se echó la siesta. Tomó el piso por herencia y se quedó allí a vivir con Fede, que así se llamaba su mascota. Tiempo después, Miguel supo por el periódico local que a Carlota se le había olvidado lo que era un paso de peatones y había muerto atropellada; unos minutos después Fede se zampó a Miguel de un bocado y se quedó tan pancho.