Corría, corría y no paraba de correr; también saltaba de vez en cuando, de cuando en vez; y escalaba cuando encontraba montañas; y rodeaba los lagos, pues no sabía nadar.
Le llamaban Nico y no medía más de setenta centímetros. Nico era un gato montés ágil y veloz. Le gustaba la velocidad y soñar que ganaba un gran premio de Fórmula 1. Con casco verde, a lomos de un Ferrari él se pondría un casco verde. Nico corría y corría.
Se torció una pata contra una piedra que no había visto en su carrera y tuvo que frenar; unas ardillas contemplaron la escena riéndose y Nico se las comió de un bocado, ¡ÑAM!, por bobas.
De vez en cuando saltaba en los campos de amapolas, parecía Heidi, tan contento cuando estaba muy arriba en el salto.
Dormía arropado por las estrellas - que ya sabéis que dan calor a los peques que se han portado bien durante el día - y soñaba que subía a un autobús escolar con su mochila llena de libros de Historia, de Mates y de Cono y se sentaba al lado de la gata montesa más bonita del mundo, Luna, que tenía un lunar en el hocico y un lazo azul en la cola. Y en el recreo compartían el zumo de piña.
Corría, corría y corría mirando cazador al horizonte. Olía a kilómetros el cocido con hueso de jamón de pata negra que preparaban Laura y Borja para Manuela y Pablo, grandes amigos de Nico; y se le hacía la boca agua.
Algunas tardes, le sentaba mal el almuerzo y se tiraba pedos. Olían mal, muy mal, olían a pedo de gato montés. ¡Uf!
Algunas mañanas le daba pereza levantarse y se quedaba acurrucado pidiendo un ratito más a su mamá.
Y algunas noches soñaba que un dragón amarillo salía del tronco de su árbol y juntos cantaban canciones alrededor de una hoguera.
En verano Nico se iba corriendo hasta la Puebla de Montalbán a visitar a sus amigos Dani, Alberto y David que se bañaban en la piscina y le salpicaban. Nico, que los quería mucho, dejaba que le mojasen, pero no se bañaba con ellos, ¿por qué?, claro, porque no sabía nadar. Luego los peques se secaban y los cuatro jugaban con la pelota toda la tarde hasta que mamá Gema sacaba del horno unas galletas con miel que estaban riquísimas. Y al caer la noche, papá Rafa le hacía una camita improvisada en una esquina, cerca de la cama de David, para que descansase vigilando el sueño de los niños.
En otoño Nico se iba corriendo hasta casa de Aurora y Laura y juntos veían… creo que un documental sobre las amortizaciones de Mendizábal… ¿NO? ¡Ah, no! Veían una peli de Ariel y el cangrejo Sebastián y se reían mucho, porque caminaba al revés, como era un cangrejo... Luego mamá Ali, que para Nico era casi su tía, sacaba ganchitos y la mejor empanada casera del mundo mundial y cenaban todos juntos, mientras, papá Rodri enseñaba a Nico a montar en moto, en moto de juguete, claro.
En invierno Nico se iba corriendo hasta casa de Candela y jugaban a la zapatilla por detrás mientras escuchaban una canción heavy que hablaba de los columpios y de construir castillos de arena en la playa. Luego mamá Ángela y papá César los montaban en el coche y se iban al pinar a merendar unos bocatas vegetales que estaban riquísimos; Nico los prefería cuando llevaban unas lonchas de pavo, pero tampoco le importaba demasiado, porque esos bocatas vegetales, con mucha lechuga y aceitunas, estaban deliciosos. Tras la merienda, Candela se subía de un salto encima del gato montés y se iban corriendo a los columpios. Y por la noche, César llevaba a Nico derrotado por tanto juego al Bosque Fles, y le dejaba debajo de su árbol preferido descansando y soñando que subía a un autobús escolar y se sentaba al lado de Luna, la gatita montesa más bonita del mundo, con un lunar en el hocico y un lazo azul en la cola.
En la primavera, una semana al año, Nico se ponía malito: le salían granos por todo el cuerpo que picaban mucho mucho; entonces Sofía le dejaba dormir en el sofá, junto a Jano y Truko, que le cuidaban como a un hermano; aunque como Jano y Truko eran un par de perros grandotes, a veces les entraban ganas de comerse al gato montés, pero Sofía no les dejaba y ellos obedecían; los perros lamían las heridas de Nico y en pocos días, Nico estaba otra vez corriendo y corriendo, escalando montañas y bordeando lagos, porque no sabía nadar. Lo único que no le gustaba a Sofía de los días que pasaba Nico en su casa era que el gato montés siempre se hacía una caca bien grande al lado de los rosales de Sofía y, claro, quedaba muy feo y maloliente. Pero luego Nico, después de echar la cacota, ayudaba a Sofía a coser botones muy lindos en camisas, y Sofía le perdonaba y le hacía unas caricias.
Una vez, Nico decidió no correr tanto y se montó en el maletero de un autobús de violinistas que iba recorriendo Europa. Cuando alguien abría el maletero para robar los violines, Nico pegaba un buen gruñido y los ladronzuelos huían espantados. Así que Archi, que así se llamaba el director del grupo de violinistas, dejó que el pequeño polizón viajase con ellos y le daba gominolas después de cada actuación.
Cuando regresó de su viaje por Europa, Nico se recorrió las casas de todos sus amigos, incluida Naná, que le leía cuentos, para enseñarles las fotos que había hecho y regalarles a cada uno un souvenir que había escamoteado en algunas tiendas de Noruega, Francia y Austria. También se acercó a llevarles unas golosinas a Dani y Hugo y a darles recuerdos de Jano y Truco, los perros grandotes. Luego volvió a dormir bajo su árbol preferido en el Bosque Fles y a correr, correr y correr, de vez en cuando y de cuando en vez también saltar y saltar, soltar algún pedete al descuido, roncar arropado por las estrellas y soñar con Luna, la gata montesa más bonita del mundo, bebiendo zumo de piña.