TODAS LAS MAÑANAS

“¿Quieres un café?”,
dije, con una taza humeante en la mano,
mientras terminabas de subir las persianas
de tus ojos marinos;
pero no querías un café;
no querías un desayuno a mi lado,
ni dos tostadas,
ni tres tortitas con mermelada de albaricoque
(¡demasiado dulce!);
no querías dos horas a pies descalzos,
vestida con mi camisa arrugada,
que tan bien te sienta, por cierto,
sonriéndonos atontados el uno al otro,
ni disfrutar de la música que crea el silencio
entre miradas;
no pretendías una mañana de caricias
con sabor a breve amor eterno;
ni leer el periódico entre mis brazos,
acurrucada.
Tampoco deseabas que me hubiese marchado
mientras dormías,
ni haberte escapado de puntillas
mientras roncaba;
ni dejar una leve nota en la mesilla,
ni leer mi número de teléfono en algún post-it,
ni un guasap de cursis emoticonos,
en absoluto.
No querías
- yo tampoco, todo sea dicho –
vivir conmigo una aventura pasajera,
ni ser pasajera de ese tren que a veces pasa
deprisa, tan deprisa, sin terminar de parar
en ninguna estación;
lo que querías aquella primera mañana
- yo también, todo sea dicho –
eran todos los cafés,
a mi lado, a tu lado;
tazas humeantes en la mano,
en la mañana, todas las mañanas,
mientras terminas de subir las persianas
de tus ojos marinos
cada día de nuestra vida.