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Cuentos

COSAS DEL TRANSPORTE PÚBLICO

COSAS DEL TRANSPORTE PÚBLICO

Resulta que el otro día me encontré con Rapunzel, la de las greñas hasta los tobillos, en una parada de autobús, pues va la tipa y me suelta: "chache, me molan tus cachivaches". Mis cachivaches no eran otra cosa que una caja llena de material de oficina, sí, de la mía... ejem, ejem... de la exmía. Acababan de recomendarme para unas vacaciones indefinidas en la puta calle. Y allí estábamos los dos, de pie, yo con mi caja de cartón y ella rebuscando entre las paponadas que contenía mi caja de cartón. Cuando llegó el autobús, ella dijo que me invitaba a un café y, todavía pensando en que ya podría haberlo dicho antes de estar un cuarto de hora esperando en la parada, acepté encantado. Rapunzel era un poco tonta, la verdad, se creía una princesita viviendo un cuento de hadas y dragones; además tenía la voz de pito, casi casi estrepitosa, pero, bueno, cuando me agarró del brazo y me empujó suavemente para que entrase con ella a su portal, hice oídos sordos a sus gritos, y la seguí. Ya dentro de su apartamento, me invitó a unas patatas de bolsa y a una cocacola... A la mañana siguiente me largué antes de que despertase llevando en mi mano un mechón de su pelo.

Mientras esperaba en la parada de autobús, aparece una tal Cenicienta y me pregunta si no tendré en mi caja de cartón un zapatito de cristal, le digo que no creo, que lo busque si quiere y, como quien no quiere la cosa, acabamos descalzos en la cama de un hostal haciéndonos cosquillas en los pies, y en los labios. Al día siguiente, dadas mi negativa a pagar la cuenta y su falta de dinero, me marcho a la parada de autobús mientras ella se queda fregando los suelos.

El maldito autobús seguía sin aparecer y en esto aparece la Bella Durmiente bostezando y se desmaya en mis brazos. Le di un par de tortas en las mejillas para que despertase, pero no había manera, así que, como era delgada y no pesaba mucho, me la llevé en brazos hasta el parque, allí la tumbé y, recordando el cuento, le di unas cuantas cosas más que un beso, para que despertase de todas todas. Y así fue. De hecho, no sólo despertó ella sino también sus deseos de pasar varias noches en vela a mi lado y, bueno, como soy tan caballeroso, pues no pude negarme. Tras la séptima noche en vela, tuve que echarle un par de valerianas en el vino para que se durmiese y me dejase marchar.

Bostezando estaba yo en la parada de autobús, de nuevo, cuando una muchacha me susurra al oído que quiere ser manzana para mi boca. Y así pasé una mañana y una tarde junto a Blancanieves y sus... blancas nieves.

Agotado por tantas chicas hermosas y fogosas, decidí coger un taxi para llegar a casa, cuál no sería mi sorpresa cuando me doy cuenta de que está sujetando la puerta del taxi una señora de muy buen ver y me pide compartir el viaje. Ya con el vehículo en marcha, me cuenta que ella es la jefa de mi ex-jefe, la Presi, que le acaba de despedir y que quiere que yo ocupe su puesto. Miro los ojos de esta Hada Madrina, intentando adivinar la razón que le habría motivado a hacer eso, pero no puedo evitar que mi mirada baje hasta su escote, ella se da cuenta y, excitadísima, se lanza sobre mí y me pide que le haga... unas carreras en sus medias. En fin, ahora soy el Vicepresidente de la empresa, sólo por debajo de ella (aunque a veces por encima) y me he comprado un piso enfrente de las oficinas, para no tener que volver a utilizar el transporte público.

Pues resulta que el otro día, mientras cruzaba la calle...

LA ENREDADERA (para los Cerrolaza Gili)

LA ENREDADERA (para los Cerrolaza Gili)

Trepó, trepó y trepó por la enredadera; debía subir a lo más alto del muro para lograr divisar ese paisaje que tantas veces le habían negado unos labios. Ese conjunto de curvas, círculos, triángulos y rectas que lo formaban eran el sueño de cualquier estudiante de bachillerato y, seguro, a través de una ventana semiopaca de vaho, desde el muro podría observarlo.

Las ocho es una buena hora para darse una ducha o un buen baño de espuma y para no pasear por una calle oscura de farolas estropeadas; las ocho es una luna casi vacía de queso y rebosante de coñac; las ocho es la hora de las brujas cuyo reloj marca las doce a todas horas y lanzan sus escobas por el puente. Óscar no sabía que las enredaderas tienen pinchos de rosal en agosto; sus manos se iban tiñendo, poco a poco, del mismo color de su barba y sus pecas. Matilde se lo había dicho muchas veces: “tienes barba de demonio, pero sólo cuando te acercas a lo prohibido. Cuando te portas bien, tu barba es siempre de fresa y mermelada de naranja amarga, como la que hace la tía Carmen”. Así que estaba claro que, esta vez, Óscar tenía barba de fresa y mermelada de naranja amarga, pues el mundo que descubriría cuando llegase a lo más alto del muro no podía ser, para nada, una cosa mala. Sin embargo, por más que ponía una mano encima de la otra y un pie sobre el otro pie, la enredadera parecía tocar siempre el horizonte, ¿dónde se escondía el techo del muro?, ¿qué arquitecto habría diseñado sobre un plano altura semejante? Óscar trepaba, trepaba y trepaba por la enredadera…

“¡Baja de ahí, que te vas a hacer daño!”, comenzó a gritar Guillermo al darse cuenta del asunto en que andaba metido su hermano y del daño que podría hacerse; Guillermo era el hermano mayor y, por tanto, el más alto y serio cuando hacía falta, y el de la mejor de las sonrisas cuando ninguno de sus hermanitos andaba en algún embrollo o cuando se encontraba cerca de los ojos de María Luisa. “¡Te digo que bajes de una vez!”, volvió a gritar Guillermo, preocupado. Óscar, le chistó para que callase, no fuese a darse cuenta ella, al otro lado del cristal de la ventana, al otro lado de la toalla de rizo americano. Mientras, César, quien había llegado junto a Guillermo, intentaba divisar la cima del muro, el final de la enredadera. César no lograba comprender cómo una planta era capaz de romper la lógica de la flora y ser tan… tan gigante e inalcanzable. Y llamó a Celia, ella seguro que podría resolver el problema. Celia era cauta y ordenada en las ideas y siempre tenían sus labios ese brillo infantil que empuja a resolver cualquier incógnita. La incógnita ahora no era otra que averiguar qué iba a hacer su hermano Óscar para bajar de esa planta que parecía crecer y crecer a cada momento, como si hubiese salido de una habichuela mágica de las de Juan o de un hueso de melocotón gigante de los de James.

 Después de dar vueltas y más vueltas en círculo con las manos agarradas en la espalda, pensado, Celia llamó a María y ésta a Elena. Ellas pidieron ayuda a Alfredo, a Iñaki y a Lorenzo, que andaba en chandal, pues debía estar haciendo footing, supongo. Lorenzo era un joven soñador y jovial que siempre andaba tarareando alguna de las melodías de Coltrane o de Parker, se había hecho un saxofón a base de cartulina amarilla - dorada, decía él - y siempre lo llevaba colgado al cuello, escondido bajo la chaqueta de su eterno chandal para que no se le escapase la música. Iñaki, por su lado, era un chicarrón del norte, fuertote pero afable, y Alfredo tenía la valentía en la mirada siempre que se le necesitaba; ambos acudieron enseguida a la llamada de sus niñas, sintiéndose caballeros andantes y sintiéndolas a ellas sus princesas. A todo esto, Óscar había seguido trepando, trepando y trepando casi hasta tocar las nubes…  

Ana estaba metiendo en el horno de los abuelos las magdalenas. “Con cuidado, Anita, despacio, no te quemes” - tía Mati siempre tuvo esa costumbre de llamar a sus sobrinos en diminutivo, para diferenciarlos de sus padres y tíos, decía, aunque no había ninguna tía llamada Ana, pero era igual -. “Tenemos que darnos prisa, tía, mis hermanos ya estarán a punto de llegar para la merienda”, se justificaba Anita mientras miraba las magdalenas con ese punto de imaginación que las hacía convertirse en una cama de algodón de azúcar caliente, ideal para dormir todo un día de vacaciones o, mejor aún, de colegio.

A los pies de la enredadera, eran ya once los muchachos - acababan de unirse Miguel, María Luisa y Alicia, que eran los encargados de avisar a los hermanos de que la hora de la merienda había llegado -, que observaban a Óscar el escalador, ya casi perdido en el horizonte del cielo azul. Óscar había subido tanto que la ventana llena de vaho por la que quería ver a su amada, quedaba muy abajo. La enredadera le obligaba a subir como por arte de magia. Abajo, César se disponía a subir ayudado por Miguel, pero Guillermo los paró en seco, “no querréis sumar dos al uno que anda en peligro, ¿verdad?, debemos ayudar a Óscar antes de que padre se entere”. Alfredo pensó en buscar un hacha y talar la planta infinita, pero Celia lo detuvo con un mínimo movimiento de sus cejas, no, aquello no era una buena idea, Óscar podría caer y espachurrarse contra el suelo. Y así, el tiempo iba pasando…

“¿Dónde estarán estos niños?”, se preguntaba tía Mati con ese cariño que la caracterizaba, mientras miraba preocupada a Ana, quien veía que después de estar toda la tarde preparando la merienda, no iba a ser correspondida por sus hermanos con el detalle de llegar a tiempo para no dejar ni las migas. Sin embargo, todos estaban tranquilos, el abuelo seguía en su butaca leyendo a Baroja y las andanzas de Silvestre Paradox que tanto le hacían reír; tía Alicia cosía los botones de una camisa de su hermano Alberto para que Carmela no tuviese que hacerlo cuando volviese de llevar a los niños a la feria; tío Alfredo y Josefina paseaban tranquilos por La Granja, a muchos kilómetros, sin saber que sus sobrinos vivían una gran aventura (bastantes aventuras ya les contaban a diario sus hijos); y Kito y Montse, los padres, andaban en casa todavía, arreglándose para salir y metiendo prisa a Gonzalito, su sobrino, para que guardase ya los Geiperman de sus primos en la caja y se pusiese los zapatos, tenían que irse a merendar ya o llegarían tarde. “¡Vamos, niño, no hagas esperar a los mayores!”, decía Kito con su voz gruñona de boñachón, a la vez que enseñaba a Gonzalito un caramelo de café como premio por dejar de jugar.

Y la enredadera que nones, que si quieres arroz, Catalina y que ¡y dale, molino!, no se terminaba nunca, la enredadera pesada. A Óscar le dolían los brazos y las piernas de tanto trepar y no sabía qué hacer, pues aunque su cerebro quería bajar con sus hermanos, sus músculos sólo obedecían a la enredadera, y le hacían subir más y más alto.

La reunión familiar era total, tía Mati y Ana habían bajado preocupadas a buscarles y se habían encontrado por el camino con Kito, Montse y Gonzalito, habían buscado y buscado hasta dar con Elena, que había ido corriendo, como última idea, a buscar a sus padres para pedir ayuda. Allí, bajo el tallo de la inmensa planta, todos miraban arriba, pero ya ni siquiera se distinguía la sombra de Óscar. Los hermanos preocupados, Iñaki consolando a María, a la que se le saltaban las lágrimas, todos muy nerviosos, no sabían qué hacer y miraban a sus padres para que solucionasen todo con un chasquido de dedos. Montse y Kito, cruzaron sus miradas, acababan de comprender al mismo tiempo por qué Óscar había trepado y trepado: la ventana de su novia estaba justo enfrente de la enredadera, no pudieron evitar una sonrisa paternal que decía: “nuestros hijos se hacen mayores”. Tranquilamente, dejando atónitos a sus hijos, Montse se acercó al portal y llamó al telefonillo, haciendo bajar a la muchacha que le quitaba el sueño a Óscar. Cuando bajó, con el pelo aún mojado por la ducha, Kito le pidió que hiciese descender a su hijo y ella lo hizo con suma facilidad: como tocada por la magia de la enredadera, la chica ascendió hasta lo más alto para luego aterrizar llevando de la mano a Óscar, quien la miraba más enamorado que nunca, no era casualidad que su nombre fuese Asunción.

Después, las magdalenas en casa de los abuelos con banda sonora de jazz compuesta por Lorenzo y su saxofón dorado, las felicitaciones para la cocinera Anita y la regañina por meterse en líos y no haber avisado antes a los padres… bueno, no, la verdad es que esta vez no hubo ninguna regañina, cosa que extrañó a todos, aunque bastante habían aprendido los chicos sobre no meterse en líos de altura. Óscar, claro, no volvió a subirse ni a una silla en mucho tiempo; su prima Matilde se lo dijo muchas veces desde entonces: “tu barba será de fresa y mermelada de naranja amarga, como la que hace la tía Carmen, siempre y cuando de mayor no te hagas jardinero y te dé por coleccionar plantas gigantes”.

 FIN

EL UNDOSTRÉS Y EL VENGAVÁ

EL UNDOSTRÉS Y EL VENGAVÁ

El undostrés se le metió en la cabeza y comenzó a saltar y a botar haciendo eco en cada toque de cerebro. El undostrés jugaba, tan sólo jugaba, nunca pensó que sus saltos y sus botecitos tuviesen una respuesta. El hombre, serio como un día nublado y tímido como quien sale del hospital, lo notaba, notaba que algo pasaba en su cabeza, oía el eco y los "pom pom pom" retumbando dentro de sí, diciéndole: “un, dos, tres, un, dos, tres”. Y aprendió a contar con los dedos de la mano, mas no con todos, sino con el pulgar, el índice y el corazón.

 

El vengavá se unió a la fiesta. Era todo un juerguista el vengavá. Le gustaban las discos y los baretos prohibidos, de ésos en los que no se sale hasta que sale el sol. El vengavá se le metió en la cabeza, estaba oscuro y tuvo que agarrar una neurona y prenderla a modo de antorcha para poder divisar el camino. Y lo divisó. Llegó a la pista de baile y se unió al undostrés. Empujones, risas, bailoteo y pachangueo. Todo era divertido en ese local. Pero no se daban cuenta de que su baile tendría una respuesta. El hombre, cansado como las once de la noche y lento como el parpadeo del café, lo notaba, notaba que había música en su cabeza, oía retumbar el cielo de su cráneo: “pom pom pom”, diciéndole: “venga, va, venga, va”. Y llegó hasta el cinco. Ahora sabía contar hasta cinco. Ahora le servían de algo el anular y el meñique. Ahora tenía el mundo a sus pies. Ahora ya era mayor, incluso, cualquiera que se cruzase con él por la calle, habría sido capaz de echarle unos tres años. Sí, ahora Carlitos ya era mayor, y sabía contar hasta cinco.

 

 

® Gonzalo López Cerrolaza, 2005

LOS VERDADEROS CUENTOS EN VERSO

LOS VERDADEROS CUENTOS EN VERSO

CAPERU

 

Un día Caperucita,

con su carita bonita

y esos ojos de angelita,

yendo por un caminito

se encontró con un lobito

y lo devoró enterito.

 

BLANQUITANIEVES

 

- Cómete esta manzanita.

- Cómetela tú, mamita,

pues me dijo el espejito

que tengo muy buen culito,

pero no debo engordar

o me voy a estropear.

 

TRES CERDITOS CERDOS

 

Entraron como tres osos

en la casita del lobo,

le estamparon una silla

y el lobo chilla que chilla:

- ¡Qué paliza me están dando!

¡yo me voy de aquí volando!

Y le okuparon la casa,

menudos cerdos, ¡qué guasa!

 

PEDRO PAN

 

- ¡Qué buena está Campanilla!

¡Es que es una maravilla!

Garfio la quiso casar

con un niñito perdido,

pero ella dijo: "ni hablar,

no me seas tan membrillo.

Yo prefiero a Pedro Pan,

que es un Brad Pitt chiquitillo".

 

LA LECHERA

 

Casas, coches deportivos,

piscina climatizada,

no necesito ni un hada

madrina, que voy sobrada.

 

Vino tinto gran reserva,

reservaré cien entradas

para la Ópera más cara,

porque a mí me da la gana.

 

Y compraré restaurantes,

joyas miles y diamantes,

collares, muchos collares

y quizás me compre un yate.

 

¡Ay, qué piedra más tontuna!

¡Vaya leche que me he dado!

contra el suelo, contra el pozo,

mi sueño se ha derramado. 

MICROS

MICROS NO HACE MUCHO

Hoy te quiero a bocajarro, Chaouen suena antes de que amanezca, me narra cuentos y microrrelatos de sexo y desamor, de sexo y amor. Las tiendas de chucherías no han abierto aún, así que no puedo ir a robar, arma en mano, un par de piruletas de fresa.

El otro día saltaba en los charcos sin odiar las manchas ni el barro seco en los zapatos. Y no sabía de niños que no reirían nunca como yo y no sabía de sexo ni de amores, ni de desamores. El otro día los pantalones se me quedaban cortos cada dos horas, una estrella errante era un sueño y la felicidad estaba en montar en el tren de la bruja y en el sabor del algodón de azúcar.

El otro día una canción de 3,19 minutos en la radio era casi una vida.

QUIZÁS UN CUENTO

Es posible que en algún anochecer sin fecha en casa de una mujer, casi hubiese una vez.

EL AMANTE QUE ESCAPÓ POR LOS PELOS

Tengo frío, frío en el alma; no siento mis manos, mis dedos ni mis labios. Gotean por mis pestañas mil estalactitas azuladas; crecen por mis pies como la hierba mil estalagmitas pálidas. Tengo frío, frío el cuerpo, frío mi alrededor. Por favor, sáquenme del frigorífico.

CREER CIERTAS COSAS

Un día la princesa a su rey le preguntó: "¿dónde está mi suerte?". El rey le respondió: "sonríe sin mostrar la lengua ni las amígdalas y camina erguida". Y le hizo caso a pies puntillas.

MUY CONVENCIDO

Claro que lo voy a hacer, ¿qué persona cuerda no lo haría? ¿Sabes? Además me parece algo atrevido, distinto, hasta diría que algo cómico. Claro que lo pienso hacer, ¿quién no lo haría? Yo por descontado que sí lo haré. Las amapolas rojas me hacen estornudar; los puros son excesivamente largos para fumarlos de seguido; el bolígrafo rojo no pinta; voy a hacerlo, por supuesto. Dame mi chaqueta, dame mis botas, dame un beso. Salto, corro, vuelo por encima de los escalones. Freno en seco, dejo pasar a una señora que deja su rastro de cometa perfumado, puag, sigo mi camino, busco mi destino pisando charcos y chapoteando en las miradas de los maniquíes. Mil veces no, cien veces tal vez. Hoy lo haré, ha llegado el momento. Los castores son animales extraños, con esa mirada de ovejas luceras y esos dientes roedores; el café se está enfriando; el mechero ya no enciende. Claro que lo voy a hacer, sólo me queda saber el qué.

A DIARIO

Hay un cigarro fumándose dos labios, dos lunares que saltan en una piel, tres olivettis peleando por la única eñe que subsistió. Amanece. Hay dos paraguas, mil gotas llorando en los tejados. Caminas rutinario sin pensar a dónde te diriges, automatizas los sueños por tus pies, por tus zapatos. Chocas, ¡pam!, un rostro nuevo, desconocido, en el que vas reconociendo tus propias ojeras. "Perdón"; "perdonado"; despacho, libros y manuscritos. Hay un cigarro fumándose dos labios...

COSAS QUE PASAN

Con el metro en marcha, corre que te corre, suave que es muy suave, piensa que no sabe y suelta en un alarde: "¡Yeeepa, ay, chiriguai chiribiribí!" y, lógico, todos: "¡!", unos: "¡ahh!" y otros: "¡ooh!", pero sobre todo: "¡!" y la tipa que estaba al lado se desmaya y se estampa contra el suelo, el agente de Prosegur sale pitando y se olvida una bolsa, la vieja que la agarra y no dice esta boca es mía, pero piensa: "esta bolsa no es vuestra", pero justo en ese instante se muere de vieja y el dinero cae y se esparce por todo el vagón y, lógico, todos: "¡!", unos: "¡ahh!" y otros: "¡ooh!", pero sobre todo: "¡!"; pillan el dinero, ríen, sonríen, se abrazan, se besan, se quieren eternamente por un instante y sueltan a coro, como sellando lo allí ocurrido de forma que nadie de fuera lo pueda saber nunca, un enorme, intenso y rápido: "¡Yeeepa, ay, chiriguai chiribiribí!".

LA LUNA LLENA SE VACIÓ

Un gato maulló a la Luna, la gran bola de queso no respondió, simplemente se convirtió en queso gruyere. Por sus agujeros cayó hacia la Tierra todo el chocolate líquido caliente de su interior. Por suerte, no nos dio, al final acabó en Marte, ahora, el Planeta Negro. Cuentan que, por eso, nosotros hoy vemos la Luna plana.

CANTO DE SIRENAS

Le susurré al oído un beso; me arañó con la nariz la barba mirando con sus mejillas mis ojos; mordí su cuello - siempre quise ser vampiro de sirenas - justo en el momento que cantó una lluvia de agua salada. Y vimos un lugar sin segunderos de reloj chirriando, sin arena de playa hacia abajo, sin sombra de Sol en movimiento.

Después, humo; después, negra carretera vestida de domingo y niños botando en los charcos; después, pereza y luz sin bombillas.

NUEVE MESES (A Sofi, para que se le pase la gripe)

NUEVE MESES (A Sofi, para que se le pase la gripe)
9 de septiembre. No existían nubes de algodón. ¡Qué oscuro estaba el día! Daba la impresión de que aún no había amanecido y, sin embargo, eran ya más de las ocho. Las calles ya estaban hechas y las farolas ya dormían su descanso merecido. El cielo no parecía ni de lejos a un cielo dibujado por un niño. Un hombre se balanceaba ahorcado en su habitación con una silla caída a sus pies. Su mujer, callada, se mecía al mismo ritmo en una hamaca. No resbalaban por su mejilla gotas saladas. Había contemplado el suicidio temblando, sin saber cómo impedir la acción a un marido resuelto a mudarse a vivir a una caja de madera, pero ahora estaba tranquila, como esperando el invierno, las nieblas, los días oscuros. En un rincón, doce rosas rojas.

9 de agosto. No existían sueños de algodón. Las pesadillas acartonadas volaban sin posarse en los árboles ni en los niños. Un gato negro y escuálido dibujaba, muerto de hambre, un ratón en la arena de la playa que jamás cobraría vida, ni su posterior muerte, para ser alimento del felino. María preparaba el desayuno. Alberto estiraba las sábanas de una cama que llevaba tiempo sin deshacerse por nada que no fuera dormir y soñar besos invisibles. ¡Qué felices fueron durante muy poco tiempo! Un matrimonio de meses y una eternidad de frustraciones y silencios incómodos. Un hogar dulce de cara a los amigos; noches sin sal de dos que duermen dándose la espalda; acidez de estómago y nunca de más abajo; mañanas amargas y solitarias.

9 de julio. No existían besos de algodón. No es la inapetencia sexual la que da el olvido, ni la dejadez la que separa dos cuerpos entrelazados. Quizás la rutina. Puco, el perro, hace tiempo que fue enterrado. Llevaba muchos meses sin jugar con su pelota de tenis y había comenzado a mearse en cualquier rincón de la casa. Pasear por la orilla con las zapatillas atadas de los cordones y colgadas de los hombros para sentir el agua en la piel descalza ya no era divertido para Alberto, como tampoco lo era picotear de la fuente de patatas fritas recién hechas antes de que llegasen a la mesa. ¡Qué calores! Cada verano más infernal, cada día más hielo en los vasos y en las miradas de dos extraños que comparten techo y suelo.

9 de junio. No existían vacaciones de algodón. Ni existirían al mes siguiente. Vivir en una casita en la playa suele dar lugar a ello. ¿Para qué ir de veraneo a ningún sitio teniendo vistas al mar? ¿Para qué bajar las maletas del armario si no quiero ir contigo a cualquier lugar? María habría elegido Madrid. Lo imaginaba, ingenua, vacío en julio y agosto. Libre de humos y ronquidos de coches despiertos. Museos y tiendas vacíos y acicalados para ella. Tan guapos. Tan elegantes. Un dependiente le calzaría esos zapatos que él jamás le regaló y que ella nunca se atrevió a pedir. El metro. Un día entero por el metro. Deseos extraños no conseguidos que seguía soñando mientras recogía piedras húmedas de entre la arena, de entre las algas.

9 de mayo. No existían flores de algodón. ¡Qué despacio pasa el tiempo! Habían pasado sólo dos meses y parecía que quedaba aún una autopista de horas. Alberto llevaba días durmiendo menos, se despertaba a deshora soñándose muerto. Una vez despierto y pasada la pesadilla, seguía notando un leve balanceo, como el de un gorrión posado en el hilo telefónico de cualquier ciudad. La sopa de cocido le quemó la lengua, más de media vida quemándose la lengua con la misma sopa de cocido, el mismo sabor, la misma espesura, siempre igual de caliente. Siesta. Cada día unos minutos más de siesta, cada día unos minutos más cerca del minuto, cada día menos días, cada día más y más largo y gris.

9 de abril. No existían lluvias de algodón. De agua sí. Un balde bajo la gotera de la cocina, la misma desde que se compraron la casa, la misma, pero con los armarios más chirriantes y las paredes más amarillas. María cierra los ojos dejando a un lado la vigilancia del arroz, que ya es mayorcito para saber cocerse solo. ¡Qué tiempos! Piensa el día que entró por primera vez en esa habitación, ya amueblada y en cómo brillaban los ojos de Alberto al enseñársela, la había hecho para ella, para ellos. Se abrazaron, cerraron los ojos y bailaron al son de la felicidad que los unía, sin música, sin tatareos, sin una orquesta o unos mariachis que les marcasen el compás a seguir, porque sus corazones ya tenían su propio ritmo. Abre los ojos, el arroz ya está en su punto.

9 de marzo. No existían relojes de algodón. Alberto no ha ido a trabajar. Toda la mañana encerrado en su dormitorio sopesando los pros y los contras de su decisión, la última, la más importante, quizás el paso de gigante que nunca se atrevió a dar. Su estómago ya no le tiembla al pensar en ella desde hace años. Antes era divertido, antes era el motivo por el que se levantaba. ¿Ir al cine?, una misión. ¿Llevarla a cenar?, una batalla. ¿Dormir a su lado?, una guerra, la única guerra llevadera, la única guerra en que alguien podría sentirse cómodo y disfrutar, la mejor guerra: miedo, dificultad, ataque, premio, sonrisas, victoria compartida, amaneceres brillantes. Estaba decidido: lo haría el día de su aniversario.

9 de febrero. No existían caricias de algodón. El coche se ha vuelto a estropear, ¡estúpido coche! Alberto quería cambiarlo, y lo hubiese hecho de no ser por la idea que tenía en mente desde hacía ya algún tiempo. El autobús. Antes hubiera avisado a María y habrían ido a la ciudad paseando, correteando entre pellizcos y risas, recogiendo flores silvestres, una para su ojal, las demás en un ramito para María. ¡Cuánto tarda en llegar el transporte público cuando lo necesitas! Con la edad las distancias se alargan y el tiempo en el reloj de arena cae más despacio. Con la edad podían contar con los dedos de una mano los gestos de cariño de todo el mes, parecía como si las caricias se les hubiesen caducado.

9 de enero. No existían copos de algodón. El clima no es excesivamente frío por estos lugares, la costa baña con su brisa la nieve de las montañas y la derrite como dos adolescentes enamorados se derriten con sus miradas. No la ha felicitado por su cumpleaños. Tampoco pasa nada, no celebran los cumpleaños desde... ya no recuerda cuánto ha pasado desde el último cumpleaños que celebraron. La Navidad y la Nochevieja sí. Y su aniversario, siempre. Doce rosas rojas. Año tras año. A Alberto nunca se le ha olvidado un aniversario. Un amago de sonrisa. Doce rosas rojas no tapan doce años tristes, ni una vida sin hijos. Podría haber sido madre, pero él jamás quiso. “No quiero hijos”. Y ella aceptó. Maldito 9 de septiembre en que se casaron.