LA ENREDADERA (para los Cerrolaza Gili)
Trepó, trepó y trepó por la enredadera; debía subir a lo más alto del muro para lograr divisar ese paisaje que tantas veces le habían negado unos labios. Ese conjunto de curvas, círculos, triángulos y rectas que lo formaban eran el sueño de cualquier estudiante de bachillerato y, seguro, a través de una ventana semiopaca de vaho, desde el muro podría observarlo.
Las ocho es una buena hora para darse una ducha o un buen baño de espuma y para no pasear por una calle oscura de farolas estropeadas; las ocho es una luna casi vacía de queso y rebosante de coñac; las ocho es la hora de las brujas cuyo reloj marca las doce a todas horas y lanzan sus escobas por el puente. Óscar no sabía que las enredaderas tienen pinchos de rosal en agosto; sus manos se iban tiñendo, poco a poco, del mismo color de su barba y sus pecas. Matilde se lo había dicho muchas veces: “tienes barba de demonio, pero sólo cuando te acercas a lo prohibido. Cuando te portas bien, tu barba es siempre de fresa y mermelada de naranja amarga, como la que hace la tía Carmen”. Así que estaba claro que, esta vez, Óscar tenía barba de fresa y mermelada de naranja amarga, pues el mundo que descubriría cuando llegase a lo más alto del muro no podía ser, para nada, una cosa mala. Sin embargo, por más que ponía una mano encima de la otra y un pie sobre el otro pie, la enredadera parecía tocar siempre el horizonte, ¿dónde se escondía el techo del muro?, ¿qué arquitecto habría diseñado sobre un plano altura semejante? Óscar trepaba, trepaba y trepaba por la enredadera…
“¡Baja de ahí, que te vas a hacer daño!”, comenzó a gritar Guillermo al darse cuenta del asunto en que andaba metido su hermano y del daño que podría hacerse; Guillermo era el hermano mayor y, por tanto, el más alto y serio cuando hacía falta, y el de la mejor de las sonrisas cuando ninguno de sus hermanitos andaba en algún embrollo o cuando se encontraba cerca de los ojos de María Luisa. “¡Te digo que bajes de una vez!”, volvió a gritar Guillermo, preocupado. Óscar, le chistó para que callase, no fuese a darse cuenta ella, al otro lado del cristal de la ventana, al otro lado de la toalla de rizo americano. Mientras, César, quien había llegado junto a Guillermo, intentaba divisar la cima del muro, el final de la enredadera. César no lograba comprender cómo una planta era capaz de romper la lógica de la flora y ser tan… tan gigante e inalcanzable. Y llamó a Celia, ella seguro que podría resolver el problema. Celia era cauta y ordenada en las ideas y siempre tenían sus labios ese brillo infantil que empuja a resolver cualquier incógnita. La incógnita ahora no era otra que averiguar qué iba a hacer su hermano Óscar para bajar de esa planta que parecía crecer y crecer a cada momento, como si hubiese salido de una habichuela mágica de las de Juan o de un hueso de melocotón gigante de los de James.
Después de dar vueltas y más vueltas en círculo con las manos agarradas en la espalda, pensado, Celia llamó a María y ésta a Elena. Ellas pidieron ayuda a Alfredo, a Iñaki y a Lorenzo, que andaba en chandal, pues debía estar haciendo footing, supongo. Lorenzo era un joven soñador y jovial que siempre andaba tarareando alguna de las melodías de Coltrane o de Parker, se había hecho un saxofón a base de cartulina amarilla - dorada, decía él - y siempre lo llevaba colgado al cuello, escondido bajo la chaqueta de su eterno chandal para que no se le escapase la música. Iñaki, por su lado, era un chicarrón del norte, fuertote pero afable, y Alfredo tenía la valentía en la mirada siempre que se le necesitaba; ambos acudieron enseguida a la llamada de sus niñas, sintiéndose caballeros andantes y sintiéndolas a ellas sus princesas. A todo esto, Óscar había seguido trepando, trepando y trepando casi hasta tocar las nubes…
Ana estaba metiendo en el horno de los abuelos las magdalenas. “Con cuidado, Anita, despacio, no te quemes” - tía Mati siempre tuvo esa costumbre de llamar a sus sobrinos en diminutivo, para diferenciarlos de sus padres y tíos, decía, aunque no había ninguna tía llamada Ana, pero era igual -. “Tenemos que darnos prisa, tía, mis hermanos ya estarán a punto de llegar para la merienda”, se justificaba Anita mientras miraba las magdalenas con ese punto de imaginación que las hacía convertirse en una cama de algodón de azúcar caliente, ideal para dormir todo un día de vacaciones o, mejor aún, de colegio.
A los pies de la enredadera, eran ya once los muchachos - acababan de unirse Miguel, María Luisa y Alicia, que eran los encargados de avisar a los hermanos de que la hora de la merienda había llegado -, que observaban a Óscar el escalador, ya casi perdido en el horizonte del cielo azul. Óscar había subido tanto que la ventana llena de vaho por la que quería ver a su amada, quedaba muy abajo. La enredadera le obligaba a subir como por arte de magia. Abajo, César se disponía a subir ayudado por Miguel, pero Guillermo los paró en seco, “no querréis sumar dos al uno que anda en peligro, ¿verdad?, debemos ayudar a Óscar antes de que padre se entere”. Alfredo pensó en buscar un hacha y talar la planta infinita, pero Celia lo detuvo con un mínimo movimiento de sus cejas, no, aquello no era una buena idea, Óscar podría caer y espachurrarse contra el suelo. Y así, el tiempo iba pasando…
“¿Dónde estarán estos niños?”, se preguntaba tía Mati con ese cariño que la caracterizaba, mientras miraba preocupada a Ana, quien veía que después de estar toda la tarde preparando la merienda, no iba a ser correspondida por sus hermanos con el detalle de llegar a tiempo para no dejar ni las migas. Sin embargo, todos estaban tranquilos, el abuelo seguía en su butaca leyendo a Baroja y las andanzas de Silvestre Paradox que tanto le hacían reír; tía Alicia cosía los botones de una camisa de su hermano Alberto para que Carmela no tuviese que hacerlo cuando volviese de llevar a los niños a la feria; tío Alfredo y Josefina paseaban tranquilos por La Granja, a muchos kilómetros, sin saber que sus sobrinos vivían una gran aventura (bastantes aventuras ya les contaban a diario sus hijos); y Kito y Montse, los padres, andaban en casa todavía, arreglándose para salir y metiendo prisa a Gonzalito, su sobrino, para que guardase ya los Geiperman de sus primos en la caja y se pusiese los zapatos, tenían que irse a merendar ya o llegarían tarde. “¡Vamos, niño, no hagas esperar a los mayores!”, decía Kito con su voz gruñona de boñachón, a la vez que enseñaba a Gonzalito un caramelo de café como premio por dejar de jugar.
Y la enredadera que nones, que si quieres arroz, Catalina y que ¡y dale, molino!, no se terminaba nunca, la enredadera pesada. A Óscar le dolían los brazos y las piernas de tanto trepar y no sabía qué hacer, pues aunque su cerebro quería bajar con sus hermanos, sus músculos sólo obedecían a la enredadera, y le hacían subir más y más alto.
La reunión familiar era total, tía Mati y Ana habían bajado preocupadas a buscarles y se habían encontrado por el camino con Kito, Montse y Gonzalito, habían buscado y buscado hasta dar con Elena, que había ido corriendo, como última idea, a buscar a sus padres para pedir ayuda. Allí, bajo el tallo de la inmensa planta, todos miraban arriba, pero ya ni siquiera se distinguía la sombra de Óscar. Los hermanos preocupados, Iñaki consolando a María, a la que se le saltaban las lágrimas, todos muy nerviosos, no sabían qué hacer y miraban a sus padres para que solucionasen todo con un chasquido de dedos. Montse y Kito, cruzaron sus miradas, acababan de comprender al mismo tiempo por qué Óscar había trepado y trepado: la ventana de su novia estaba justo enfrente de la enredadera, no pudieron evitar una sonrisa paternal que decía: “nuestros hijos se hacen mayores”. Tranquilamente, dejando atónitos a sus hijos, Montse se acercó al portal y llamó al telefonillo, haciendo bajar a la muchacha que le quitaba el sueño a Óscar. Cuando bajó, con el pelo aún mojado por la ducha, Kito le pidió que hiciese descender a su hijo y ella lo hizo con suma facilidad: como tocada por la magia de la enredadera, la chica ascendió hasta lo más alto para luego aterrizar llevando de la mano a Óscar, quien la miraba más enamorado que nunca, no era casualidad que su nombre fuese Asunción.
Después, las magdalenas en casa de los abuelos con banda sonora de jazz compuesta por Lorenzo y su saxofón dorado, las felicitaciones para la cocinera Anita y la regañina por meterse en líos y no haber avisado antes a los padres… bueno, no, la verdad es que esta vez no hubo ninguna regañina, cosa que extrañó a todos, aunque bastante habían aprendido los chicos sobre no meterse en líos de altura. Óscar, claro, no volvió a subirse ni a una silla en mucho tiempo; su prima Matilde se lo dijo muchas veces desde entonces: “tu barba será de fresa y mermelada de naranja amarga, como la que hace la tía Carmen, siempre y cuando de mayor no te hagas jardinero y te dé por coleccionar plantas gigantes”.
FIN
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