EL UNDOSTRÉS Y EL VENGAVÁ
El undostrés se le metió en la cabeza y comenzó a saltar y a botar haciendo eco en cada toque de cerebro. El undostrés jugaba, tan sólo jugaba, nunca pensó que sus saltos y sus botecitos tuviesen una respuesta. El hombre, serio como un día nublado y tímido como quien sale del hospital, lo notaba, notaba que algo pasaba en su cabeza, oía el eco y los "pom pom pom" retumbando dentro de sí, diciéndole: “un, dos, tres, un, dos, tres”. Y aprendió a contar con los dedos de la mano, mas no con todos, sino con el pulgar, el índice y el corazón.
El vengavá se unió a la fiesta. Era todo un juerguista el vengavá. Le gustaban las discos y los baretos prohibidos, de ésos en los que no se sale hasta que sale el sol. El vengavá se le metió en la cabeza, estaba oscuro y tuvo que agarrar una neurona y prenderla a modo de antorcha para poder divisar el camino. Y lo divisó. Llegó a la pista de baile y se unió al undostrés. Empujones, risas, bailoteo y pachangueo. Todo era divertido en ese local. Pero no se daban cuenta de que su baile tendría una respuesta. El hombre, cansado como las once de la noche y lento como el parpadeo del café, lo notaba, notaba que había música en su cabeza, oía retumbar el cielo de su cráneo: “pom pom pom”, diciéndole: “venga, va, venga, va”. Y llegó hasta el cinco. Ahora sabía contar hasta cinco. Ahora le servían de algo el anular y el meñique. Ahora tenía el mundo a sus pies. Ahora ya era mayor, incluso, cualquiera que se cruzase con él por la calle, habría sido capaz de echarle unos tres años. Sí, ahora Carlitos ya era mayor, y sabía contar hasta cinco.
® Gonzalo López Cerrolaza, 2005
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