NUEVE MESES (A Sofi, para que se le pase la gripe)
9 de septiembre. No existían nubes de algodón. ¡Qué oscuro estaba el día! Daba la impresión de que aún no había amanecido y, sin embargo, eran ya más de las ocho. Las calles ya estaban hechas y las farolas ya dormían su descanso merecido. El cielo no parecía ni de lejos a un cielo dibujado por un niño. Un hombre se balanceaba ahorcado en su habitación con una silla caída a sus pies. Su mujer, callada, se mecía al mismo ritmo en una hamaca. No resbalaban por su mejilla gotas saladas. Había contemplado el suicidio temblando, sin saber cómo impedir la acción a un marido resuelto a mudarse a vivir a una caja de madera, pero ahora estaba tranquila, como esperando el invierno, las nieblas, los días oscuros. En un rincón, doce rosas rojas.
9 de agosto. No existían sueños de algodón. Las pesadillas acartonadas volaban sin posarse en los árboles ni en los niños. Un gato negro y escuálido dibujaba, muerto de hambre, un ratón en la arena de la playa que jamás cobraría vida, ni su posterior muerte, para ser alimento del felino. María preparaba el desayuno. Alberto estiraba las sábanas de una cama que llevaba tiempo sin deshacerse por nada que no fuera dormir y soñar besos invisibles. ¡Qué felices fueron durante muy poco tiempo! Un matrimonio de meses y una eternidad de frustraciones y silencios incómodos. Un hogar dulce de cara a los amigos; noches sin sal de dos que duermen dándose la espalda; acidez de estómago y nunca de más abajo; mañanas amargas y solitarias.
9 de julio. No existían besos de algodón. No es la inapetencia sexual la que da el olvido, ni la dejadez la que separa dos cuerpos entrelazados. Quizás la rutina. Puco, el perro, hace tiempo que fue enterrado. Llevaba muchos meses sin jugar con su pelota de tenis y había comenzado a mearse en cualquier rincón de la casa. Pasear por la orilla con las zapatillas atadas de los cordones y colgadas de los hombros para sentir el agua en la piel descalza ya no era divertido para Alberto, como tampoco lo era picotear de la fuente de patatas fritas recién hechas antes de que llegasen a la mesa. ¡Qué calores! Cada verano más infernal, cada día más hielo en los vasos y en las miradas de dos extraños que comparten techo y suelo.
9 de junio. No existían vacaciones de algodón. Ni existirían al mes siguiente. Vivir en una casita en la playa suele dar lugar a ello. ¿Para qué ir de veraneo a ningún sitio teniendo vistas al mar? ¿Para qué bajar las maletas del armario si no quiero ir contigo a cualquier lugar? María habría elegido Madrid. Lo imaginaba, ingenua, vacío en julio y agosto. Libre de humos y ronquidos de coches despiertos. Museos y tiendas vacíos y acicalados para ella. Tan guapos. Tan elegantes. Un dependiente le calzaría esos zapatos que él jamás le regaló y que ella nunca se atrevió a pedir. El metro. Un día entero por el metro. Deseos extraños no conseguidos que seguía soñando mientras recogía piedras húmedas de entre la arena, de entre las algas.
9 de mayo. No existían flores de algodón. ¡Qué despacio pasa el tiempo! Habían pasado sólo dos meses y parecía que quedaba aún una autopista de horas. Alberto llevaba días durmiendo menos, se despertaba a deshora soñándose muerto. Una vez despierto y pasada la pesadilla, seguía notando un leve balanceo, como el de un gorrión posado en el hilo telefónico de cualquier ciudad. La sopa de cocido le quemó la lengua, más de media vida quemándose la lengua con la misma sopa de cocido, el mismo sabor, la misma espesura, siempre igual de caliente. Siesta. Cada día unos minutos más de siesta, cada día unos minutos más cerca del minuto, cada día menos días, cada día más y más largo y gris.
9 de abril. No existían lluvias de algodón. De agua sí. Un balde bajo la gotera de la cocina, la misma desde que se compraron la casa, la misma, pero con los armarios más chirriantes y las paredes más amarillas. María cierra los ojos dejando a un lado la vigilancia del arroz, que ya es mayorcito para saber cocerse solo. ¡Qué tiempos! Piensa el día que entró por primera vez en esa habitación, ya amueblada y en cómo brillaban los ojos de Alberto al enseñársela, la había hecho para ella, para ellos. Se abrazaron, cerraron los ojos y bailaron al son de la felicidad que los unía, sin música, sin tatareos, sin una orquesta o unos mariachis que les marcasen el compás a seguir, porque sus corazones ya tenían su propio ritmo. Abre los ojos, el arroz ya está en su punto.
9 de marzo. No existían relojes de algodón. Alberto no ha ido a trabajar. Toda la mañana encerrado en su dormitorio sopesando los pros y los contras de su decisión, la última, la más importante, quizás el paso de gigante que nunca se atrevió a dar. Su estómago ya no le tiembla al pensar en ella desde hace años. Antes era divertido, antes era el motivo por el que se levantaba. ¿Ir al cine?, una misión. ¿Llevarla a cenar?, una batalla. ¿Dormir a su lado?, una guerra, la única guerra llevadera, la única guerra en que alguien podría sentirse cómodo y disfrutar, la mejor guerra: miedo, dificultad, ataque, premio, sonrisas, victoria compartida, amaneceres brillantes. Estaba decidido: lo haría el día de su aniversario.
9 de febrero. No existían caricias de algodón. El coche se ha vuelto a estropear, ¡estúpido coche! Alberto quería cambiarlo, y lo hubiese hecho de no ser por la idea que tenía en mente desde hacía ya algún tiempo. El autobús. Antes hubiera avisado a María y habrían ido a la ciudad paseando, correteando entre pellizcos y risas, recogiendo flores silvestres, una para su ojal, las demás en un ramito para María. ¡Cuánto tarda en llegar el transporte público cuando lo necesitas! Con la edad las distancias se alargan y el tiempo en el reloj de arena cae más despacio. Con la edad podían contar con los dedos de una mano los gestos de cariño de todo el mes, parecía como si las caricias se les hubiesen caducado.
9 de enero. No existían copos de algodón. El clima no es excesivamente frío por estos lugares, la costa baña con su brisa la nieve de las montañas y la derrite como dos adolescentes enamorados se derriten con sus miradas. No la ha felicitado por su cumpleaños. Tampoco pasa nada, no celebran los cumpleaños desde... ya no recuerda cuánto ha pasado desde el último cumpleaños que celebraron. La Navidad y la Nochevieja sí. Y su aniversario, siempre. Doce rosas rojas. Año tras año. A Alberto nunca se le ha olvidado un aniversario. Un amago de sonrisa. Doce rosas rojas no tapan doce años tristes, ni una vida sin hijos. Podría haber sido madre, pero él jamás quiso. No quiero hijos. Y ella aceptó. Maldito 9 de septiembre en que se casaron.
9 de agosto. No existían sueños de algodón. Las pesadillas acartonadas volaban sin posarse en los árboles ni en los niños. Un gato negro y escuálido dibujaba, muerto de hambre, un ratón en la arena de la playa que jamás cobraría vida, ni su posterior muerte, para ser alimento del felino. María preparaba el desayuno. Alberto estiraba las sábanas de una cama que llevaba tiempo sin deshacerse por nada que no fuera dormir y soñar besos invisibles. ¡Qué felices fueron durante muy poco tiempo! Un matrimonio de meses y una eternidad de frustraciones y silencios incómodos. Un hogar dulce de cara a los amigos; noches sin sal de dos que duermen dándose la espalda; acidez de estómago y nunca de más abajo; mañanas amargas y solitarias.
9 de julio. No existían besos de algodón. No es la inapetencia sexual la que da el olvido, ni la dejadez la que separa dos cuerpos entrelazados. Quizás la rutina. Puco, el perro, hace tiempo que fue enterrado. Llevaba muchos meses sin jugar con su pelota de tenis y había comenzado a mearse en cualquier rincón de la casa. Pasear por la orilla con las zapatillas atadas de los cordones y colgadas de los hombros para sentir el agua en la piel descalza ya no era divertido para Alberto, como tampoco lo era picotear de la fuente de patatas fritas recién hechas antes de que llegasen a la mesa. ¡Qué calores! Cada verano más infernal, cada día más hielo en los vasos y en las miradas de dos extraños que comparten techo y suelo.
9 de junio. No existían vacaciones de algodón. Ni existirían al mes siguiente. Vivir en una casita en la playa suele dar lugar a ello. ¿Para qué ir de veraneo a ningún sitio teniendo vistas al mar? ¿Para qué bajar las maletas del armario si no quiero ir contigo a cualquier lugar? María habría elegido Madrid. Lo imaginaba, ingenua, vacío en julio y agosto. Libre de humos y ronquidos de coches despiertos. Museos y tiendas vacíos y acicalados para ella. Tan guapos. Tan elegantes. Un dependiente le calzaría esos zapatos que él jamás le regaló y que ella nunca se atrevió a pedir. El metro. Un día entero por el metro. Deseos extraños no conseguidos que seguía soñando mientras recogía piedras húmedas de entre la arena, de entre las algas.
9 de mayo. No existían flores de algodón. ¡Qué despacio pasa el tiempo! Habían pasado sólo dos meses y parecía que quedaba aún una autopista de horas. Alberto llevaba días durmiendo menos, se despertaba a deshora soñándose muerto. Una vez despierto y pasada la pesadilla, seguía notando un leve balanceo, como el de un gorrión posado en el hilo telefónico de cualquier ciudad. La sopa de cocido le quemó la lengua, más de media vida quemándose la lengua con la misma sopa de cocido, el mismo sabor, la misma espesura, siempre igual de caliente. Siesta. Cada día unos minutos más de siesta, cada día unos minutos más cerca del minuto, cada día menos días, cada día más y más largo y gris.
9 de abril. No existían lluvias de algodón. De agua sí. Un balde bajo la gotera de la cocina, la misma desde que se compraron la casa, la misma, pero con los armarios más chirriantes y las paredes más amarillas. María cierra los ojos dejando a un lado la vigilancia del arroz, que ya es mayorcito para saber cocerse solo. ¡Qué tiempos! Piensa el día que entró por primera vez en esa habitación, ya amueblada y en cómo brillaban los ojos de Alberto al enseñársela, la había hecho para ella, para ellos. Se abrazaron, cerraron los ojos y bailaron al son de la felicidad que los unía, sin música, sin tatareos, sin una orquesta o unos mariachis que les marcasen el compás a seguir, porque sus corazones ya tenían su propio ritmo. Abre los ojos, el arroz ya está en su punto.
9 de marzo. No existían relojes de algodón. Alberto no ha ido a trabajar. Toda la mañana encerrado en su dormitorio sopesando los pros y los contras de su decisión, la última, la más importante, quizás el paso de gigante que nunca se atrevió a dar. Su estómago ya no le tiembla al pensar en ella desde hace años. Antes era divertido, antes era el motivo por el que se levantaba. ¿Ir al cine?, una misión. ¿Llevarla a cenar?, una batalla. ¿Dormir a su lado?, una guerra, la única guerra llevadera, la única guerra en que alguien podría sentirse cómodo y disfrutar, la mejor guerra: miedo, dificultad, ataque, premio, sonrisas, victoria compartida, amaneceres brillantes. Estaba decidido: lo haría el día de su aniversario.
9 de febrero. No existían caricias de algodón. El coche se ha vuelto a estropear, ¡estúpido coche! Alberto quería cambiarlo, y lo hubiese hecho de no ser por la idea que tenía en mente desde hacía ya algún tiempo. El autobús. Antes hubiera avisado a María y habrían ido a la ciudad paseando, correteando entre pellizcos y risas, recogiendo flores silvestres, una para su ojal, las demás en un ramito para María. ¡Cuánto tarda en llegar el transporte público cuando lo necesitas! Con la edad las distancias se alargan y el tiempo en el reloj de arena cae más despacio. Con la edad podían contar con los dedos de una mano los gestos de cariño de todo el mes, parecía como si las caricias se les hubiesen caducado.
9 de enero. No existían copos de algodón. El clima no es excesivamente frío por estos lugares, la costa baña con su brisa la nieve de las montañas y la derrite como dos adolescentes enamorados se derriten con sus miradas. No la ha felicitado por su cumpleaños. Tampoco pasa nada, no celebran los cumpleaños desde... ya no recuerda cuánto ha pasado desde el último cumpleaños que celebraron. La Navidad y la Nochevieja sí. Y su aniversario, siempre. Doce rosas rojas. Año tras año. A Alberto nunca se le ha olvidado un aniversario. Un amago de sonrisa. Doce rosas rojas no tapan doce años tristes, ni una vida sin hijos. Podría haber sido madre, pero él jamás quiso. No quiero hijos. Y ella aceptó. Maldito 9 de septiembre en que se casaron.
12 comentarios
Lurdena -
Supongo que Sofi se curó hace tiempo.
Abrazos
Cerrolaza -
white -
guanachinerfe -
guanachinefe -
Cerro -
Genial si me enlazas, si quieres ahgo lo mismo.
guanachinefe -
guanachinefe -
Cerrolaza -
Sofi ya se va encontrando mejor, aunque aún le dura.
Guanachinerfe: ¿fogonazos? ¿por los colores?
cabaret -
guanachinerfe -
guanachinerfe -